Historia del 19 de septiembre
Oct 6, 2022 | por Gerardo J. Levy
19 de septiembre de 2022
Eran las 7:17 de la mañana. Apenas habíamos entrado a Circuito Interior, exactamente donde se encuentra el Politécnico Nacional en el Casco de Santo Tomás. Del lado derecho se veían las canchas donde entrenaban fútbol americano las Águilas Blancas. Habíamos salido de la colonia Nueva Santa María. El profesor Adán, que era maestro de tercer grado de primaria en el Colegio México, pasaba por varios niños en su Caribe verde oscuro. Era nuestro transporte de ida y vuelta a la escuela. Él vivía también en la misma colonia, en la calle de Plan de San Luis; yo, en Yuca. Ese día solamente íbamos los dos, no recuerdo por qué los demás niños no estaban.
De pronto, al iniciar la subida, el carro se empezó a tambalear, como cuando tus amigos te encierran y lo empiezan a mover de un lado a otro, como si estuvieras dentro de una licuadora. La reacción inmediata fue voltear a los lados, seguramente un carro nos había golpeado, algunos vándalos nos habían rodeado, pero nada. Nos dimos cuenta que los demás vehículos se detenían y también se tambaleaban.
El profesor detuvo la marcha, su cara era de asombro, no creo que hubiera vivido algo similar. Él sabía que estaba temblando, o lo suponía. Yo, por mi parte, no entendía nada. Experimenté varias sensaciones combinadas; la principal era una mezcla de temor con algo de diversión, tenía una risa nerviosa. Mi mente rápidamente se puso a trabajar, esperaba que en cualquier momento se abriera una enorme grieta en el pavimento y nos tragara a todos directamente al centro de la tierra; creía que era el inicio del fin del mundo. En ese momento, las películas de aventura y las caricaturas eran mi referencia. El tiempo transcurría en cámara lenta; el coche se movía a la derecha y nuestros cuerpos a la izquierda; el coche se movía a la izquierda y nuestros cuerpos a la derecha. Solo los cinturones de seguridad nos mantenían en nuestros asientos.
Después de media hora, que en realidad fueron cuatro minutos, todo volvió a una relativa calma, los carros empezaron a avanzar nuevamente. Un poco desconcertado, aún con cara de espanto, el profesor me afirmaba que había estado bastante fuerte, preguntándome si me sentía bien. Yo no sé por qué, pero no podía hablar, solo asentí con la cabeza, aunque seguía sin saber qué había pasado realmente.
Seguimos nuestro camino hacia la Colonia Roma, exactamente a Mérida #50. En el transcurso, vimos casas y edificios derrumbados, la radio del auto no funcionaba correctamente, algunas estaciones se habían perdido y otras más reportaban con confusión lo que había pasado.
Al tomar Avenida Chapultepec hacia el centro, viniendo de la Glorieta del metro Insurgentes, observamos del lado izquierdo una secundaria de gobierno completamente caída. Había mucha gente afuera. Dimos vuelta a la derecha en la calle Frontera, ahí existía un cine que también estaba muy dañado, a punto de caerse. Normalmente entrábamos al estacionamiento del Colegio por esa cuadra, paralela a Mérida. La entrada estaba medio derrumbada, casi colapsándose, esa parte donde se encontraban los “laboratorios”, donde teníamos las clases de inglés y computación. Dejamos el carro y buscamos la manera de entrar. Más bien, él. Yo era un niño medio asustado, sin comprender aún qué pasaba, siguiéndolo.
Una vez adentro del Colegio, los niños, maestros, algunos padres de familia y gente en general se encontraban en los dos patios. Uno con las canchas de fútbol soccer, porterías a los lados con líneas pintadas en el suelo que marcaban las áreas y el otro, al fondo, con canchas de basquetbol. En medio de los dos, los separaba el área donde se hacían los honores a la bandera que daba pie a la entrada principal hacia la calle de Mérida. Me indicó que no saliera a la calle por ningún motivo, que esperara sus indicaciones. Él tenía que ir con los demás maestros para saber qué harían. Yo creo que nadie sabía qué hacer en esos momentos.
Pasaron las horas, algunos niños empezaron a jugar, los maestros caminaban de un lado a otro, se escuchaban comentarios, noticias, pero estaba estrictamente prohibido subir a los salones. Pasaron más horas hasta que llegó la hora de la salida, la 1:15 p.m. No nos retiramos, continuamos en la escuela. Yo esperaba noticias, sin nada que hacer. En ese momento no existían los celulares y los teléfonos fijos no funcionaban, tampoco la luz, menos en la colonia Roma.
Cada vez había menos gente, menos niños con quien jugar o hablar. Se habían vuelto unas horas muy aburridas, hasta que por fin como a las 2:30 p.m., el profesor Adán tomó la decisión de que la única opción viable era regresarnos caminando a la Nueva Santa María. Yo no sabía si era largo el camino, ni cuánto tiempo haríamos, ni siquiera por dónde. Yo haría lo que él indicara. Tomé mi mochila, un portafolio Samsonite, de esos rectangulares, azul marino.
La ruta la puedo checar ahora con Google Maps, pero en ese tiempo no tenía la menor idea. Salimos por Mérida, dimos vuelta en Puebla, seguimos por la Calle de Niza, cruzamos Reforma, seguimos por Río Rhin, dimos vuelta en Manuel María Contreras hasta llegar a la Avenida San Cosme, posteriormente Avenida de los Maestros por el metro Normal, tomamos Plan de Agua Prieta que se convierte en Plan de San Luis. Ahí ya estábamos en la Nueva Santa María, no recuerdo si seguimos por Avenida Camarones hasta Yuca o tomamos Clavelinas. La cuestión es que me dejó en mi casa sano y salvo como a las 5:30 p.m. Dice mi mamá que hasta esa hora supo de mí.
El camino no se me hizo cansado físicamente, más bien emocionalmente. Fue impactante ver que por donde caminábamos había casas y edificios derrumbados, mucho polvo en el ambiente, las calles cerradas, policías, sirenas, ambulancias, bomberos, gente tratando de ayudar, gente caminando a sus casas, buscando a sus familiares. Era un caos hasta el metro Normal donde ya no había construcciones derrumbadas. Esa parte me pareció conocida, ya veía un final al camino de ese día.
Referencias
Kjedgaard-Christiansen, J. Evolutionary Studies in Imaginative Culture, 103-120, 2017.